El cine actual, estaremos de acuerdo, es demasiado explícito. Para lo bueno y para lo malo, pero es la verdad. ¿Nos interesa ver con detalle cómo le meten a alguien un destornillador en el ojo? Nos guste más o menos, si esa es la mejor manera de hacer llegar al espectador la idea central de la película, quizás sí. Pero el debate del explícito-implícito no pertenece únicamente al género del terror; también podemos encontrarlo en una comedia, en una historia bélica o en una cinta dramática, donde la presencia o no de violencia explícita puede ser clave en el impacto y emoción que se genera en el público. Un ejemplo lo encontramos en Infancia Clandestina, coproducción entre Argentina y España dirigida por Benjamín Ávila, que se estrena en el largometraje de ficción.
En 1979, Juan emprende el regreso a la Argentina junto a su familia. En plena dictadura militar, Juan será testigo del mundo de pasaportes falsos, escondites y luchas armadas que representan sus padres, pertenecientes al movimiento peronista de los montoneros. Pero ¿es consciente un niño de 12 años de los ideales que defienden sus padres? ¿Puede entender las razones por las que su vida parece estar constantemente en peligro? Tiroteos, persecuciones, muertes, todo se convierte en un caos desdibujado en la cabeza de un chico que justo está dejando la infancia para adentrarse en la adolescencia, la época del primer enamoramiento y de las salidas con amigos.
Aquí el gran acierto de Ávila es el trato que da a la visión de Juan, convirtiendo ese caos mental —mezcla de miedo, rabia e incomprensión— en un desorganizado montaje de dibujos de cómic que sustituyen a la imagen real en el momentos más violentos del film. La sugerencia de estos momentos a través de las viñetas es lo que da más fuerza a la narración, precisamente porque es el mismo espectador el que acaba de construir la escena en su cabeza, haciéndola suya, el doble de escalofriante, y emocionándose mucho más que si la viera en la pantalla. Ávila no subestima el poder de lo implícito, de ahí el notabilísimo resultado que consigue con guión, montaje, fotografía y música: una desgarradora historia política, de inocencia y represión digna de ver.
La construcción del relato a partir de los ojos del niño —gran descubrimiento, por cierto, el de Teo Gutiérrez Moreno—, le permite al director jugar también, sin entrar nunca en el sentimentalismo barato, con la contraposición entre la oscuridad de la vida clandestina y las pequeñas luces de alegría y diversión que aportan a la vida de Juan algunos personajes, entre ellos su querido tío Beto, interpretado con humor, amabilidad y sentimiento por Ernesto Alterio, la cara más conocida de esta cinta. Natalia Oreiro (la madre), por otra parte, pone el toque final a uno de los estrenos más interesantes de la semana abriendo debate acerca de la responsabilidad de los padres para con su hijo. ¿Estaría mejor el niño lejos de sus padres y de su lucha, por muy legítima que ésta sea?
Lo mejor: el juego de luces y sombras que consigue la película a través de los ojos del niño.
Lo peor: el precipitado final.
Nota: 8
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